|
[La foto es mía y este es mi viejo] |
Hace un tiempo ya durante una visita a la casa de
mis padres, mientras trajinaba en la cocina, lo escuché silbando al son de la
música. Miré hacia el patio trasero y me detuve a observar al viejo. Puso una de
las sillas del jardín abajo del olmo, tomó el diario, se calzó las gafas y allí
se quedó, pasando las hojas a medida que leía. Algunas pasaban más rápido que otras.
El ritmo obedecía a si eso que leía era o no relevante para él, a la vez que
seguía los compases de la música. La sección de economía parecía interesarle pero
a la de fútbol le dedicaba un rato largo. Y a las noticias necrológicas, claro.
A toda la gente de pueblo le gusta saber quién muere, si hay algún conocido
entre las bajas. Es un ritual: en los ascensores se habla del clima y en los
pueblos hablan de quién se muere.
Desde su taller en el fondo llegaba la música de Julio
Sosa: el Varón del tango, como me enseñó papá alguna vez. La verdad es que no
le prestaba demasiada atención entonces. Ni sobre el tango o casi nada de lo
que él decía. Pero ese día, de pronto, me dí cuenta que no sólo sabía el nombre
de esa canción sino que además podía cantarla:
«Yo
anduve siempre en amores
¡Qué
me van a hablar de amor!
Si
ayer la quise, qué importa...
¡Qué
importa si hoy no la quiero!»
Me quedé mirándolo mientras cantaba en voz baja y
cuando quise parpadear se me escurrió una lágrima. El marinero que vive en la
garganta ya había hecho su trabajo con un nudo firme y apretado. Me golpeó esa
revelación de que una parte de mi amor por la poesía (y por el drama y el
romance tormentoso también) proviene de los tangos del viejo: llenos de
lunfardo, amores de arrabal y despecho. Me quedé ahí parada, del otro lado de
la ventana, mirándolo con ojos de hija madura. Mira con serenidad en sus ojos
grises hacia los árboles del fondo, en silencio, cruzado de piernas y moviendo
un pie al ritmo del tangazo. Está grande, ya pasó hace rato los setenta.
Es un hombre simple y tranquilo a pesar de las diferencias
y los desencuentros.
Fue un tipo duro, de los de antes; criado en las
faenas rurales por una familia de esas que no sabían de abrazos ni besos. Lo
fuimos ablandando con el tiempo pero nunca perdió esa incomodidad anticuada a
la hora del cariño y los abrazos. Pero, en contrapunto, ejerció sobre la
familia una forma de protección y
cuidado absolutamente desinteresada, justa y silenciosa.
Me llevó más de la mitad de mi vida llegar a ese
momento de intimidad solitaria y contemplativa: él sentado abajo del olmo
pensando vaya a saber en qué y yo detrás de la ventana mirándolo pero esta vez,
realmente, viéndolo.
Preparé el mate y le llevé uno amargo como a él le
gusta:
— ¿Nena, a que no sabés quién se murió?
Vos eras chica pero seguro te acordás.
—Contame, viejo.
En ese momento, la tranquilidad del patio y de nuestra
charla se vio interrumpida por un tropel de nietos que venían en su busca. Y
ahí se fue él, con mansa parsimonia, a inflarles la pelota y las ruedas de las
bicicletas para ahuyentarlos después con el diario, cariñosamente.
Voy a recordarlo siempre así y así también (estoy
segura) lo recordarán sus nietos. Bueno y tranquilo; algunas veces mañoso y
otras tantas veces porfiado.
Pero es un buen tipo y es mi viejo.